Por: Eduard Victoria Gelabert
Cuando un pueblo habla en silencio, es porque ha dejado de creer en quien debe escucharlo.
Hay pueblos que levantan la voz con gritos, y hay pueblos que hablan con silencios. El nuestro pertenece a los segundos. Nagua vive cada día una realidad que se ha hecho tan normal que parece eterna: un centro mugriento, parques que ya no invitan al descanso, áreas verdes que se desvanecen, un tránsito que perdió el orden, y un mercado público que ha roto todas sus fronteras hasta ocupar sin permiso las calles y la paciencia de quienes las transitan.
Los vecinos, comerciantes y trabajadores de la zona lo saben mejor que nadie. Ellos respiran ese desorden, lo esquivan, lo padecen. Pero su queja casi nunca pasa del círculo íntimo de amigos y familiares. No porque falte preocupación: falta esperanza. Han entendido, con resignación, que sus reclamos no encuentran eco en aquellos a quienes se les paga, precisamente, para escuchar y resolver. Así, el pueblo protesta bajito, mientras la realidad se le sube encima.
Es posible que el crecimiento económico de Nagua haya avanzado más rápido que la capacidad de respuesta de sus autoridades. O quizá, de manera consciente o inconsciente, se ha producido un distanciamiento entre quienes administran el municipio y las necesidades más urgentes de la población que los eligió. No sería la primera vez que el tiempo y la rutina terminan creando una especie de comodidad peligrosa: cuando se tiene demasiado tiempo manejando una misma institución sin que se pidan cuentas, se crea una burbuja que aísla a las autoridades de las necesidades de sus conciudadanos, por lo que resulta fácil perder la sensibilidad, el sentido de la urgencia, y la visión a largo plazo.
Sin embargo, lo que se necesita no es algo extraordinario ni imposible; es simplemente voluntad. Poner orden en el mercado, organizar el tránsito, mantener limpias las calles, las aceras y los contenes, y devolverle al centro su dignidad visual no requiere milagros, sino firmeza en las decisiones y una gestión verdaderamente eficiente. Los recursos que manejan las autoridades municipales son más que suficientes para lograrlo.
De hecho, si los 700 millones de pesos de gastos irregulares señalados por la Auditoría al Ayuntamiento, se hubieran usado con responsabilidad y prioridades claras, hoy Nagua tendría otro aspecto: un pueblo más limpio, más ordenado y con una calidad de vida que finalmente reflejaría y honraría el esfuerzo de su gente.
El clamor de Nagua es silencioso, pero no es invisible. Y los silencios, cuando se ignoran demasiado tiempo, terminan convirtiéndose en demandas y exigencias incómodas. Todavía estamos a tiempo de evitar eso. Todavía estamos a tiempo de demostrar que el desarrollo debe ir acompañado de orden, y que administrar un pueblo es, ante todo, escuchar sus necesidades, incluso cuando se expresan en voz baja.

